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PRELUDIO 1

Diario del capitán de la SCA-65 Jurojin
Fecha estelar 51 288.48

Después de dos inacabables semanas de tránsito en hiperluz, hemos resuelto la misión en unas pocas horas. La diplomacia y el sentido común han prevalecido una vez más, y la huelga de mineros de Rigel XII ha finalizado sin incidentes. Ni siquiera se ha producido una declaración secesionista, como anticipaban ciertos informes del consejo directivo.

La mejora progresiva de las condiciones laborales para humanos y droides, junto al incremento gradual del salario estándar, podría interpretarse como un fracaso en las cuentas de resultados del semestre. Sin embargo, estoy convencido de que ganaremos más a largo plazo erradicando la precariedad y desechando las tácticas intimidatorias de épocas pasadas. Las excavaciones de osmiridio en Rigel XII se reanudan hoy mismo, tras casi un año de bloqueo. Así pues, iniciamos el trayecto hacia Deneb IV, satisfechos y con un renovado compromiso con los principios corporativos.
Golden Ashtree: el futuro eres tú.

​

Karl se reclinó en el sillón de capitán y soltó un prolongado resoplido. Miró con hastío a Stringer, su guardaespaldas personal. Este asintió de forma casi imperceptible, como si validase cuanto acababa de decir. Se desabrochó el cuello del uniforme. Una vez finalizadas las reuniones, podía ponerse tan a sus anchas como quisiera. Stringer apretó los labios, expresando su desaprobación con una mueca. Era difícil permanecer mucho rato al lado del escolta: tenía la inquietante sensación de que se pasaba más tiempo juzgándolo que protegiéndolo.

Por supuesto, Stringer ofrecía en todo momento un aspecto elegante, casi de pasarela, con un vestuario que no era el reglamentario para los viajes interestelares. Camisa blanca impoluta, chaleco y americana de un negro tan intenso como el de su propia piel, y unos pantalones grises con rayas blancas. Al igual que su calva, los zapatos siempre se veían relucientes, como si se los acabase de limpiar minutos antes. El ancho bigote recortado a la perfección no hacía más que reforzar su autoridad a bordo de la nave.

No le extrañaba que el resto de tripulantes le consultasen a él primero, olvidando la cadena de mando a la que tanta relevancia le daba el mismo Stringer. A Karl tampoco es que le importara mucho. Tenía otras preocupaciones.

—Jeff, antes de poner rumbo al sistema Deneb, sería conveniente una revisión de los conductos hidropónicos del motor hiperluz —anunció mientras pulsaba unos cuantos comandos en el brazo de su sillón—. Estas minas suelen dejar muchos residuos en las plataformas de aterrizaje.

La voz artificial del synav resonó con firmeza en los altavoces de la sala de mando.
—Sí, señor Karl, avisaré a la ingeniera. Enviaremos una notificación cuando estemos listos para partir.
—Gracias, Jeff. No esperaba menos. Estaré en mi camarote.

Karl se levantó del sillón con desgana, frotándose la rodilla izquierda. Tenía un recuerdo vago del dolor que siempre le provocaba la maldita humedad. Era muy pronto para que le pesaran sus cuarenta y cinco años, pero viajar en naves de largo alcance estelar era como vivir junto al mar o sentir la lluvia en los huesos. Aun así, no podía quejarse: al fin y al cabo, parte de la culpa era suya.

El guardaespaldas hizo el ademán de acompañarlo. Lo frenó alzando una mano, instándolo a quedarse en el puente.
—No es necesario que me sigas a todas partes, Stringer. Ya lo hemos hablado.
—Sí, capitán —respondió, sumiso, con una leve inclinación de cabeza.
—Y te he dicho mil veces que no me llames así.
—Lo seguiré intentando, capitán.

Karl respiró hondo, resignado, y cruzó la puerta que daba al centro de operaciones. Allí, saludó a Jeff, por costumbre, aunque este no percibiera el gesto. El synav se hallaba completamente sumergido en el interior de un tubo vertical lleno de un líquido conductor. Estaba suspendido, inerte, con los ojos cerrados. Su largo pelo rubio, casi blanco, ondeaba suelto y parecía etéreo. Decenas de cables y enlaces sinápticos brotaban de los extremos del conducto y se perdían en los interiores de la nave.

A Karl todavía le fascinaba aquella tecnología tan reciente que fusionaba a seres humanos con máquinas. Posó la palma de la mano en el cálido tubo y contempló al enclenque synav, preguntándose qué traumas podrían llevar a alguien a querer abandonar parte de su humanidad. Era un tipo introvertido, muy reservado, pero ¿quién no tenía alguna rareza si elegía pasar la mayor parte de su vida en el espacio?

Jeff abrió sus ojos almendrados de repente y Karl apartó la mano, sobresaltado. Los cerró de nuevo. Quizá había sido un tic. Solía ocurrir cuando estaba realizando cálculos complejos.

Karl bajó las escaleras que conectaban la cubierta superior con la principal. La Jurojin no era una nave exageradamente grande: sus cuarenta metros de eslora y veinte de manga la situaban en la gama media de los transportes con capacidad hiperlumínica. Era capaz de llegar desde su sillón de capitán en el puente hasta ingeniería, el punto más recóndito de la nave, en menos de quince segundos. Casi treinta si el dolor fantasma de la rodilla le incomodaba tanto como ahora. Así que cualquier área estaba cerca. Incluso demasiado.

Los camarotes de la tripulación, en el centro de la nave, compartían unas paredes de fibra de carbono tan finas que, a pesar de las capas adicionales de nanomateriales aislantes y los microdrones que emitían ruido blanco, en ocasiones se oía más de lo necesario. Sin embargo, había sido inevitable moverse en una nave de estas características: veloz, discreta, con la dotación mínima para tripularla. Si hubiera optado por un vehículo de mayor capacidad, las normas corporativas le habrían obligado a contratar un par de cazas como custodios. Y lo último que había querido era llegar a Rigel XII rodeado de un pequeño ejército personal. Además, la Jurojin estaba adaptada a sus necesidades especiales.

Al otro lado de las escaleras, los lavabos comunitarios. No acababa de convencerle esa peculiaridad del diseño de la nave: preferiría que, al bajar, uno se encontrase con el salón comedor y no con aquellos servicios compartidos. Estaban pulcros, tan limpios e inodoros como cualquier otra parte de la Jurojin, gracias a la red de microbots que recorría las superficies cual minúscula plaga invisible; no obstante, no le parecía adecuado tener que pasar por allí cada vez que necesitaba cambiar de cubierta. Quizá solo eran manías de la vieja escuela.

Delante de los lavabos, el taller de reparaciones y servicio médico: una zona de apenas veinte metros cuadrados que contaba con los últimos avances tecnológicos y el mejor material que Golden Ashtree podía proveer. La doctora Allison se hallaba anclada a su puerto de carga, desconectada. Se trataba de una unidad Zhora, por lo que intentaba activarse solo cuando era realmente necesario. Le caía muy bien por diversos motivos. Tanto, que era la única en toda la nave que conocía su secreto.

Karl siguió por el pasillo y se metió en la primera salita, su camarote personal. Con la puerta cerrada, se dejó caer en la litera. No era tan confortable como las camas de las suites de lujo que solía ocupar, pero había adoptado la curiosa superstición de que las incomodidades fomentaban su creatividad.

Mediante sus recuerdos de piloto y los conocimientos de astronavegación, calculó el tiempo que tardarían en llegar a Deneb IV por la ruta más rápida. A partir de ahí, de vuelta a la monotonía de los despachos, las salas de reuniones y la ocasional investigación si su estructura mental lo permitía. Necesitaba aprovechar el momento: quizá tardaría décadas en presentarse otra ocasión como esta.

Se frotó con el pulgar el interior de la muñeca izquierda. Aparecieron cuatro pequeños números, como si estuvieran tatuados en el ligamento transverso: 5149. Sonrió con añoranza y siguió elucubrando rutas alternativas.

La vida, una vez más, se le escapaba entre los dedos.
Ya grabaría más adelante el mensaje semanal para su sucesor.

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